Gran cambalache de Saúl Ibargóyen
Juan Carlos Calvillo
Vivimos en épocas en las que los avances tecnológicos han permitido que los libros se editen y publiquen a velocidades nunca antes vistas. La computación y la digitalización de las artes gráficas y la industria editorial han posibilitado una producción masiva de textos que, especialmente cuando se trata de literatura, uno no puede sino agradecer. Es un gran triunfo de nuestra era que lectores ávidos como nosotros tengamos acceso inmediato y económico a los textos que buscamos; sin embargo, y por desgracia, la misma rapidez que permite la edición de libros a velocidades inusitadas exige que sean menores el tiempo y el cuidado que se les invierte.
Hoy en día son muy pocos los editores que valoran la importancia, el peso, la trascendencia de cada palabra, precisamente porque ponerla o quitarla no implica ningún esfuerzo físico: aparece o desaparece con sólo pulsar un botón. En nuestros tiempos esta práctica parece ya una reliquia, pero los impresores de antaño tenían que seleccionar una tipografía, ir a un cajón a conseguirla, sacar letra por letra de sus cajetines, disponer la forma en una plancha invertida, entintar la rama, prensar el papel... Vaya, el esfuerzo que se volcaba en la impresión de una página era tanto que cada una de las palabras tenía que ser imprescindible para que estuviera ahí.
En la actualidad, las cosas son ya mucho más fáciles, y digo “fáciles” como sinónimo de “prácticas”, pero también en el sentido de ser el resultado del facilismo. La computación hahecho que las palabras se vuelvan efímeras, intrascendentes, porque no cuesta nada que estén o no estén, porque su presencia da lo mismo.
En esto, la labor del impresor es muy similar al oficio del poeta. Ambos somos artífices y artesanos del lenguaje. Ambos luchamos toda una vida por encontrar la palabra justa, por ponerla en el lugar indicado. Ambos nos esforzamos por darle a cada palabra su peso justo, su trascendencia. A ambos nos importa la cualidad física y material de las palabras porque sabemos cuánto trabajo cuestan, porque sabemos que la forma de las palabras expresa a menudo tanto como su significado.